diciembre 20, 2009

CON EL AMOR EN LA SANGRE

Por: Camilo Vallejo Giraldo

Empiezo por señalar que nunca tuve ni me puse una camiseta de la Fundación Alejandra Vélez Mejía; confieso incluso que no he tenido muchos afectos por ésta, aunque sí, en más de una ocasión y disfrazado de scout, colaboré con su causa en su reconocido teletón. Es obvio que mis sentimientos hacia ella no se deben a su labor, que por cierto sigue siendo admirable, se deben a que siempre me han levantado sospechas esas movilizaciones manizaleñas en las que colaboran tantos conocidos que, además de no dimensionar el sentido de su tarea, creen que portar una camiseta y tomarse fotos con ella es una acción social suficiente para limpiar sus conciencias y “construir un país mejor”.

Nunca he querido al Atlético Nacional, pero por supuesto no ha sido por ser un mal equipo, ha sido por el oportunismo y la superficialidad de muchos de sus hinchas. Similar es lo que he sentido con la fundación Alejandra Vélez; me aterra el oportunismo y la superficialidad de bastantes de sus adeptos: mientras unos pocos comprometidos combaten en los hospitales la leucemia de tantos niños y buscan los recursos que permitirían la dignidad para sus vidas, los otros, oportunistas y superficiales, consideran que salir a la calle con alcancías, llenarlas, comprar o vender las famosas muñequitas de cordón y madera, tomarse fotos con los niños enfermos, es una obra social suficiente y hasta ejemplar.

Acepto también que alguna vez sentí impotencia, porque vi cómo toda la ciudad se volcó en Alejandra Vélez Mejía, a pesar de que existían tantas otras fundaciones en condiciones mucho más lamentables y con fines igual de loables: para niños con sida, para el tratamiento de tuberculosis, para atención de ancianos, entre otras. Consideré muchas veces que era la capacidad mediática de esta fundación y el reconocimiento social de sus forjadores la que hacía posible su amplia aceptación y apoyo. No obstante, con injusticia olvidé tener en cuenta que su fundadora, si bien tuvo la oportunidad de conocer y vivir en una esfera social en parte selecta, logró posicionarla con firmeza, porque fue una mujer que tanto el dolor como el privilegio de la muerte la hizo fuerte y aguerrida al frente de su misión.

A Isabel Mejía de Vélez, “Isabelita”, la conocí por mis padres, al principio no vi en ella nada especial, pero una vez mi mamá me relató su historia me impactó su jovialidad, su energía inagotable, su alegría y, sobre todo, la celeridad y la certeza de sus palabras. Todas estas pueden ser cualidades de cualquier persona del común, quizás por eso al principio nada en ella me llamó la atención, pero todas son cualidades dignas de admirar en mujeres que no renuncian a la vida a pesar de su dureza; que no renuncian al amor a pesar del dolor. Nunca crucé una palabra con ella, pero la seguí viendo en la calle, en los colegios, en actividades sociales y en cada teletón en el que participaba. La vi recibiendo condecoraciones departamentales y nacionales, y siempre, en todo reconocimiento, su rostro reflejaba el triunfo, no suyo ni de su vanidad como se acostumbra, sino de su obra y de sus ideas.

Estoy convencido que a Caldas “Isabelita” quiso mostrarle el amor: la posibilidad transformadora del servicio y la trascendencia de la solidaridad y la entrega por el otro. Sin embargo la vida no le alcanzó para enseñarnos a amar; seguro sospechaba que eso no se enseña, pues el amor es sólo una decisión que no hemos sido capaces de tomar. Entre todas las cosas que le enseñó a mi generación, no alcanzó a enseñarle que cuando sólo se llevan en las camisetas, los sueños son efímeros y se transan tan fácil como cuando nos cambiamos la ropa, pero cuando los llevamos en el corazón, en la sangre, se es capaz hasta de morir por ellos.

Que “Isabelita” descanse en paz, y que su vida sea una luz para este Caldas que tanto se resiste a amar y para esta Manizales que insiste en llevar sus sueños sólo en camisetas.

Bogotá D.C. Diciembre de 2009.